El documental realizado por malargüinos y proyectado en tres ocasiones ha despertado un gran interés en la provincia, permitiendo que cientos de personas conozcan la vida en La Huemul, tanto en el ámbito minero como en el social.
Esta proyección nos permitió acercarnos a seis ex alumnos de la Escuela N° 537 Provincia de San Juan, emplazada en el predio de La Huemul, quienes nos compartieron sus vivencias y recuerdos de una época que, aunque lejana, sigue viva en sus corazones. Esos niños, ahora adultos mayores, recordaron con nostalgia y gratitud la vida en la escuela y la comunidad que se formó alrededor de la mina La Huemul hace más de medio siglo. Las declaraciones detalladas de Antonio Olate, Gaspar Arroyo y de los hermanos Luis, Mabel, Teresa e Irma Ibarra, proporcionan una visión completa de esa época inolvidable.
Entre las vivencias escolares, Antonio Olate, de 65 años, destacó la rigurosidad de la educación recibida en la escuela, describiéndola como única y estricta. Comentó que aprendían desde cómo agarrar un libro hasta respetar los signos de puntuación en la lectura. Sostuvo que la disciplina era también muy rigurosa, con castigos como arrodillarse sobre maíz si se portaban mal, y los maestros informaban a los padres a través de notas en los cuadernos mencionando que ‘su hijo había estado de plantón’, lo que resultaba en un doble castigo.
Otro de los presentes, Gaspar Arroyo, de 66 años, recordó que la rutina escolar incluía el cumplimiento estricto de deberes antes de poder salir a jugar. Respetar a las autoridades y cumplir con responsabilidades como buscar leña diariamente fueron destacados por su persona como aspectos fundamentales de su educación. A pesar de la falta de comodidades modernas, cumplían con estas responsabilidades con diligencia.
Mabel Ibarra, de 63 años, rememoró las normas de higiene y presentación en la escuela. Recordó junto a Luis, su hermano, que en la escuela les revisaban los pies para asegurarse de que estuvieran limpios y sin piojos, y, en sus casas, antes de dormir, los bañaban para mantenerlos impecables. Resaltaron que la higiene y presentación en el colegio eran muy importantes, y los niños debían asistir siempre “de punta en blanco.”
Sobre el calendario escolar indicaron que comenzaban el 21 de septiembre y terminaban el 25 de mayo, con un receso escolar entre el 20 de diciembre y el 5 de enero. Luego, contaron que los alumnos llegaban a la escuela en un colectivo proporcionado por la Comisión de Energía Atómica (CONEA), que no solo servía a los hijos de los empleados, sino también a los niños de los puesteros de la zona. Al llegar a la escuela, los esperaban con el desayuno y saludaban a la bandera antes de empezar las clases. Compartían grados combinados, lo que fomentaba la colaboración y el compañerismo entre los estudiantes de diferentes edades. Antes de volver a sus casas, recibían un ‘almuerzo de calidad’ en el establecimiento.
A su turno, Luis Ibarra, de 65 años, destacó las actividades recreativas y las excursiones, como las visitas anuales a Mendoza para controles médicos y paseos educativos al zoológico y al cine. Recordó entre risas una anécdota en la que los niños asistieron al cine por primera vez y al ver una vaca acercándose en la pantalla salieron corriendo asustados.
Los presentes sostuvieron que la colaboración de la CONEA fue fundamental en sus años escolares, proporcionando transporte, útiles escolares y hasta la alimentación. El ejército también ayudaba con los guardapolvos y otros suministros.
Irma Ibarra destacó cómo la CONEA ponía el colectivo para todos los niños, no solo para los hijos de los empleados, y proporcionaba alimento igual para todos, lo que fomentaba un sentido de igualdad y comunidad. En este sentido, Luis añadió que los lunes y los miércoles llevaban bolsitas de pan casero hecho por su madre a la escuela.
Antonio mencionó que los recreos eran lo mejor porque siempre planeaban algo divertido, como carreras, que mantenían a todos expectantes y emocionados.
Teresa Ibarra no olvidó mencionar las carreras de embolsados durante los recreos y cómo todos participaban con entusiasmo. Los recreos duraban entre 15 y 20 minutos, tiempo suficiente para planear nuevas travesuras y juegos para el próximo descanso.
Las travesuras infantiles no faltaban
Las travesuras también formaban parte de sus relatos. Antonio Olate contó cómo una vez lanzó una cubierta de camión por una escalera, causando un desastre en la enfermería, y las aventuras de descarrilar vagones de la mina los fines de semana.
Sumado a ello, Mabel recordó cómo comían frutos azules al que llamaban “cruceros” en el camino a la escuela o de regreso a casa, manchando sus guardapolvos blancos.
Antonio, entre risas, contó cómo se comunicaba con un vecino al otro lado del pueblo durante la siesta, usando el eco producido por las colinas, sin dejar dormir a nadie. Gaspar añadió acerca de la visita del Padre Juan que los quería confesar, pero nadie quería pasar al frente a decir sus pecados porque todos se escucharían entre sí.
Unánime deseo de volver
A pesar de las travesuras y los castigos, todos coincidieron en que volverían a vivir en La Huemul si pudieran. Afirmaron unánimemente que, si volvieran a ser niños, elegirían La Huemul sin dudarlo, mostrando sonrisas y miradas cargadas de recuerdos.
La historia de La Huemul, revivida a través de las voces de estos ex alumnos, es un testimonio del valor de la educación y la comunidad, y una pieza esencial de la memoria colectiva de la región.
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